De Yira Yira a Viernes 3 AM, de Gricel a Muchacha ojos de papel, de Gardel a Charly y de Discépolo a Spinetta: el tango y el rock argentino no sólo conviven. Se espejan, se interpelan y se narran mutuamente como partes de una identidad compartida que se canta desde las heridas. A primera vista parecen mundos enfrentados —uno desde la melancolía arrabalera, otro desde la rebeldía juvenil— pero si se afina el oído, ambos dicen lo mismo: que hay algo que duele, y que cantarlo es la forma más legítima de estar en el mundo.
Durante los años 60, el tango vivía una crisis de legitimidad. Mientras el rock emergía como lenguaje juvenil y electrificado, muchos tangueros lo veían como una amenaza estética y simbólica. Letras como Susanita (Yo me quedo con el tango) (1957), de Juan D’Arienzo, lo ridiculizaban como “chifladura” o “mezcla de acrobacia y catch”. El poema lunfardo Música Beat de Enrique Cadícamo lo describía como ruido sin alma, ironizando sobre un cretino que pone los Beatles mientras el narrador añora a Pichuco. El rock, para esos sectores, era moda pasajera, extranjerismo sin raíz. Pero la juventud que abrazó el nuevo sonido había crecido en casas donde sonaban tangos. La fractura generacional no era tan profunda como parecía.
El tango y el rock argentino nacen en contextos distintos, pero comparten un mismo germen: la ciudad como escenario emocional. El tango surge a fines del siglo XIX entre prostíbulos, conventillos y puertos, como música de exorcismo corporal. En 1917, con Mi noche triste, se convierte en canción urbana y melancólica, narrando el abandono desde la voz del inmigrante. El rock emerge en 1967 con La balsa, en plena dictadura, como grito contracultural de una juventud que ya no se reconoce en el tango de sus padres, pero que lo lleva tatuado en la memoria.
Ambos géneros germinan en los mismos barrios, los mismos silencios. El tango desde el arrabal, con lunfardo y compás sincopado. El rock desde los garajes y las esquinas, con frases cortas y guitarras distorsionadas. Uno llora con la lágrima callada; el otro grita con furia. Pero ambos hacen de la ciudad protagonista: Manzi y Discépolo narran calles rotas como lo hará Manal en Avellaneda Blues. El tango crea al malevo y al piantado; el rock al freak, al pibe que se va en una balsa. Aunque uno sea barroco y el otro rupturista, ambos cantan la dificultad de ser. Lo que une al tango y al rock no es sólo la ciudad, sino cómo la miran: no como postal turística, sino como herida abierta. Uno con el bandoneón, otro con la Stratocaster, ambos cantan una misma pregunta: ¿Cómo se sobrevive cuando el alma no tiene techo?
Fito, Charly, Spinetta, Calamaro y más: cuando el rock vibra tanguero
La relación entre tango y rock no es sólo influencias cruzadas: es una línea afectiva que recorre la obra de sus músicos más emblemáticos. Fito Páez lo aborda desde la sensibilidad narrativa —en La La La graba Gricel con Spinetta, en Futurología Arlt compone tangos sinfónicos, y en vivo canta Naranjo en flor. Charly García parodia y homenajea: Tango en segunda es sátira melancólica, Viernes 3 AM un tango sombrío que Spinetta elogió como obra que Lennon y McCartney hubieran querido escribir. Spinetta, hijo de cantor de tangos, compuso Barro tal vez a los 15 años con estructura lírica tanguera, y en piezas como Las golondrinas de Plaza de Mayo y Tango cromado, funde jazz, tango y rock existencial.
Andrés Calamaro, por su parte, hizo del tango un territorio de pertenencia emocional: en El cantante y Tinta roja, interpreta tangos clásicos como Malena, Sur, Milonga del trovador, acompañado por músicos flamencos y criollos que le dan nueva textura. En vivo canta Cambalache, Uno y Los mareados, y afirma que el tango “es la música que mejor representa el alma argentina”.
Otros nombres profundizan ese cruce con gestos estéticos singulares. Ricardo Iorio, desde la crudeza metalera, reivindica el tango como música de denuncia existencial en Tangos y milongas (2014), acompañado por Pablo Ziegler y los hermanos Cordone. Pedro Aznar, desde la sofisticación armónica, lo aborda en Tango 4 (1991) junto a Charly y en su versión de Y te parece todavía. Javier Calamaro lo canta desde niño, lo mezcla con rock ben La vida es afano y Subversiones, y lo interpreta en vivo con intensidad emocional.
Incluso bandas de rock como Los Piojos y Hermética se apropiaron del tango: los primeros versionaron Yira Yira con furia punk, como si Discépolo fuera un cronista del siglo XXI; los segundos hicieron Cambalache en clave metal, con Iorio como figura pública de crítica moral tanguera.
Cuando el tango versiona el rock
En los últimos años, el tango empezó a cantar el rock con voz propia. Cucuza Castiello transforma Muchacha ojos de papel en confesión arrabalera. La Orquesta Fernández Fierro le pone una impronta rockera a su arrabal. Proyectos como La Chicana, Ciudad Baigón o el Navarro Sexteto reinterpretan a Charly y Fito con dramatismo orquestal. Incluso quienes vienen del rock —como Daniel Melingo o Omar Mollo— abrazan el tango como terreno de experimentación poética, teatral y emocional.
Por su lado hoy Tango & Roll, de Martín Martines, versiona canciones de Callejeros, Ojos Locos y Los Redondos con bandoneones y guitarras criollas, revelando que la lírica barrial puede sonar tanguera sin perder identidad. Los Gardelitos lo demuestran desde el rock barrial con referencias explícitas al género.
Manal y Litto Nebbia fueron pioneros en pensar este cruce. Avellaneda Blues narra una madrugada industrial con tono tanguero, y Martínez reconocía a Manzi y Discépolo como influencias tan fuertes como Muddy Waters. Nebbia, hijo de cantor de tangos, grabó Nebbia canta Cadícamo (1995) e hizo de su sello Melopea un espacio para editar discos de Stamponi, Goyeneche y Leguizamón. Para ambos, el tango no era cita: era raíz urbana que también latía en el rock.
Cuando el tango canta el rock —y cuando el rock canta el tango— no se trata de homenajes. Se trata de apropiaciones estéticas, de traducciones emocionales, de narrativas que comparten la misma ciudad herida. Lo que une a estos géneros no es la estructura, sino la urgencia: la de decir lo que no se dice, con cuerpos distintos pero una misma voz rota. Porque al final, cuando la noche cae el alma necesita cantar —aunque no sepa bien en qué idioma.