Hay regresos que no suenan a novedad, sino a urgencia vital. El líder de Él Mató a un Policía Motorizado retoma su camino solista con la misma sensibilidad urgente que mostró en Canciones sobre una casa, cuatro amigos y un perro, pero esta vez lo hace con una madurez melódica que no desactiva lo visceral: lo afina.
En tiempos de algoritmos y fórmulas, sus nuevas canciones no rehúyen el lugar común: lo abrazan, lo habitan y lo resignifican. Santiago sabe decir “te extraño” sin sonar trillado, y su lirismo ocupa la fragilidad sin caer en la ingenuidad.
El disco abre con Camino de Piedras, una canción que no pide permiso: melancólica, sí, pero también potente, como quien aprendió a caminar sobre la herida. La letra es la metáfora frontal de una vida hecha a fuerza de tropiezos, y su voz —quebrada, contenida— no busca perfección: busca verdad.
De ese tono intimista pasamos a la ternura compartida en Amor en el Cine. Aquí, Santiago canta bajito, como quien susurra en la butaca. Entre referencias cinéfilas, cotidianidad amorosa y acordes simples, la canción se convierte en una defensa del entusiasmo: del amor que se dice en voz baja pero se siente a todo volumen.
Ese mapa emocional continúa con Google Maps, una balada que entrelaza desorientación afectiva y ternura. Es una relectura de su vieja Google Earth, ahora más pulida, más cinematográfica. El videoclip lo muestra caminando por el conurbano, buscando un amor perdido entre esquinas conocidas.
A mitad del disco irrumpe la dimensión épica con La Revolución: un pop-rock de pulso ochentoso con un videoclip donde Santiago encarna a Claudia Villafañe en la víspera del Mundial ’94. Es una oda al amor como acto transformador, una historia de redención narrada con humor y homenaje.
Luego el tono baja, se vuelve más íntimo. Polvo de Estrellas, con su atmósfera etérea y un videoclip protagonizado por Ariel Staltari y Peter Lanzani, habla del deseo que se esfuma, de la belleza que no se deja atrapar. La voz flota sobre los acordes como si también se deshiciera.
Hacia el final del disco, el dolor se hace explícito. El Pastor Me Dio Su Mano es una plegaria sin altar. Santiago canta: “Es culpa de la carne, yo quiero ser libre”, y toda la canción parece transcurrir en ese limbo entre fe y fragilidad. No hay fe institucional aquí: hay una súplica humana que no busca redención divina, sino un abrazo.
Ese mismo registro emocional encuentra su cierre en Te Pido Perdón, la canción número once. Repite la frase que le da título nueve veces, como si el dolor necesitara insistir para volverse soportable. Es una canción que no progresa: se queda en el mismo lugar de la herida, como quien no puede —ni quiere— moverse de ahí. Su minimalismo sonoro amplifica la densidad del arrepentimiento.