Se cumplen 40 años del único disco grabado por Miguel Krochik.
Entre las historias místicas que confluyen en el seno del medio siglo de vida del Movimiento Rock Argentino, hay uno que se remonta hacia comienzos de la primera parte de los setentas. Eran tiempos en los que la búsqueda de identidades a través de lenguajes y sonidos propios iban generando pequeñas identificaciones que rápidamente se fueron convirtiendo en referencias fundacionales para todas las generaciones que siguieron por ese camino. Referencias para romper y referencias para espejarse. Todo depende del cristal con el que los tiempos decidieron ir mirando hacia atrás. A comienzos de los setenta, tácitamente, comenzaban a profundizarse las primeras corrientes estilísticas que se diferenciaban casi por oposición. La división se quedaba ahí, en estilos. No eran tiempos de romper aquello que, en verdad, no acababa de nacer.
Decía la Revista Pelo, entonces: «Aclaremos:»El acusticazo» realizado en el teatro Atlantic algunas semanas atrás no fue ni el primer paso del rock suave en la Argentina contra el rock pesado, ni la anteposición de una música sobre la otra. Fue más simple: se trató de reunir a lo mejor de los músicos de la nueva generación que revistan en la música realizada acústicamente: guitarras criollas, folk, flautas, voces; elementos que confieren un tipo de transmisión especial a la imparable música urbana de Buenos Aires, nuevo folklore ciudadano sepultador de expresiones carentes ya de elocuencia y renovación.» Ahí está el encuentro y el nacimiento del mito. «El Acusticazo», el primer «desenchufado (umplugged)» de la historia, el primer disco en vivo del Rock en la Argentina, nacido del encuentro entre artistas que compartían inquietudes, formas de hacer y pensarse en el mundo y en el nuevo universo de la música popular que se estaba gestando. Estaban allí Raúl Porchetto, León Giecco, el dúo de Miguel y Eugenio, Gabriela y Litto Nebbia; había un par de invitados especiales como David Lebón, Edelmiro Molinari y Domingo Cura y, también, un grupo de solistas que fueron quedando en el camino como Raúl Roca, Carlos Daniel y Miguel Krochik.
La historia de Krochik era muy parecida a la de un puñado de artistas con similares características. Comenzando a escribir su propia historia a comienzos de la esa década, fue la mano y la visión de Gustavo Santaolalla las que le comenzaron a abrir las puertas de los escenarios un poco más grandes. Así, fue compartiendo cartel con León Gieco y con el propio Arco Iris (que por esos años ya tenía un nombre respetado en la escena naciente del rock local). Su participación en el Acusticazo sorprendió al público y a la crítica que rápidamente le sirvió a los productores para proponerle la grabación de un disco solista. Krochik reunió a catorce músicos que lo acompañaron con una imponente instrumentación acústica bajo las órdenes de Rodolfo Alchourron y se metió a los estudios RCA en los que registró las once canciones de su único disco, «Guilmar», aparecido en 1974. El disco se compone de sonidos anclados en el formato de canciones y baladas con la fuerte presencia de ritmos populares del Río de la Plata. Un rumbo musical que fue marca distintiva de ese conjunto de artistas que influenciaría con el tiempo a una nutrida cantidad de músicos cuyos rumbos todavía son explorados en la actualidad.
Miguel Krochik continuo por algunos años compartiendo escenarios con los principales actores de la corriente acústica de la primera parte de los setenta hasta que dejó eso rol entrado 1976, dejando un segundo disco solista que jamás se editó. Un par de años más tarde se dedicó al trabajo puertas adentro de las producciones discográficas y fundó, a comienzos de la década del 80, los ya míticos Estudios Panda.