Lo que Capote no escribió, Guerriero lo persigue

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No hay historia, dice Leila Guerriero. O al menos no una que se deje contar fácilmente. Lo que hay es una casa. Una pausa. Y una ausencia ruidosa: la de Truman Capote en la Costa Brava, donde en los años 60 escribió —o intentó escribir— A sangre fría. La cronista llega allí décadas más tarde, atraída por el magnetismo de esa figura excesiva y por la posibilidad de reconstruir un capítulo olvidado. Pero se topa con un vacío. Y ahí empieza lo verdaderamente interesante.

Porque La dificultad del fantasma no es un homenaje ni una biografía fallida: es el retrato de una búsqueda en falso que se vuelve espejada. Capote, ese escritor del vértigo, del artificio y la precisión quirúrgica, se convierte para Guerriero en una presencia que incomoda más que inspira. Lo persigue no para entenderlo, sino para entenderse. Y encuentra, en esa persecución, un modo de narrar que es también un modo de interrogar la propia escritura.

Ambos compartieron un impulso fundacional: tensionar los bordes entre lo real y lo narrado. Capote quiso inaugurar un nuevo género, uno que hiciera convivir el rigor del periodismo con el ritmo de la ficción. Guerriero, desde otro tiempo y otra ética, asume esa herencia con sospecha. No le interesa mitificar, sino desarmar. Y lo que aparece, finalmente, es un diálogo silencioso entre dos formas de encarar el oficio: la devoción por los detalles, el rechazo al sentimentalismo, la obsesión por decir lo indecible sin alterar los hechos… pero también el miedo al desgaste, al vacío que deja la entrega total a una obra.

En ese sentido, Capote es menos un personaje que una advertencia. Su figura rota —devastado tras la publicación de A sangre fría, devorado por su propio método— actúa como reflejo de lo que la escritura puede hacerle a quien escribe. Guerriero, que se muestra esquiva a la vulnerabilidad explícita, no lo dice directamente. Pero lo sugiere. Cuando corre, cuando nada, cuando lee en la casa de Sanià, uno percibe otra persecución más íntima: la de su propio fantasma. Algo que viene desde atrás, un daño apenas intuido, una pregunta sin forma que la escritura no calma pero que obliga a continuar.

Así, el libro se desdobla: es diario, ensayo, crónica, relato de no escritura. Pero sobre todo es una meditación sobre el costo de escribir con autenticidad. Capote y Guerriero no se encuentran: se rozan. Y en ese roce, se revela algo más profundo que la anécdota de un escritor extranjero en una España indiferente. Se revela la fisura de todo periodista cuando se enfrenta a lo que no puede ser dicho del todo. El fantasma no es Capote. El fantasma es el intento de decir la verdad.