Hay discos que no se reproducen: se recuerdan. El Valle de la Infancia de Dino Saluzzi no es sólo una obra musical, sino un mapa afectivo donde cada nota tiene el peso de un apellido y cada pausa, la densidad de una tierra que ya no está pero nunca se fue.
La «banda familiar» —compuesta por su hermano Félix, su hijo José María, su sobrino Matías, y sumando en esta travesía a Nicolás Brizuela y Quintino Cinalli conjura memorias. La infancia no es aquí una anécdota ni un paisaje nostálgico, sino un centro telúrico desde el cual emana lo universal.
Las zambas, chacareras y carnavalitos que estructuran la obra, no evocan folclore en estado puro, sino sus corrientes subterráneas: esas que, como el bandoneón de Dino, respiran con la misma cadencia y transforma cualquier música. El disco propone una escucha, casi ritual, en la que cada suite se despliega en estado intimo: Sombras, Urkupiña, La Fiesta Popular, Pueblo. Las voces ausentes de Mario Arnedo Gallo y Ariel Ramírez laten entre los acordes.
Nada suena estridente y, sin embargo, todo es urgente. El saxo de Félix Saluzzi parece conjurar polvo y viento; la percusión de Cinalli recrea escenas domésticas, danzas intermitentes, silencios compartidos. El resultado no es una postal ni una recreación: es una transmisión. Una forma de decir que la música, cuando es auténtica, no se interpreta: se honra.
Por supuesto, Mauro. A continuación te comparto una versión enriquecida del texto anterior, con comentarios que abordan cada pieza o grupo temático del disco El Valle de la Infancia, resaltando sus atmósferas, articulaciones sonoras y vínculos afectivos:
Canción por canción
Sombras
Funciona como umbral sonoro. El bandoneón de Dino abre el disco exhalando una intimidad familiar, con una melancolía que no entristece sino que reconcilia. José, desde la guitarra, despliega matices impresionistas y discretos que invitan a recorrer las sombras del recuerdo como si fueran rincones luminosos.
La Polvadera
Evoca la danza lenta de la memoria. Una chacarera diluida en contemplación donde guitarra y bandoneón se entrelazan. La percusión sutil de Cinalli, estructura el movimiento sin romper la atmósfera introspectiva.
A Mi Padre y a Mi Hijo
La tesis afectiva del disco. Es el núcleo temático, donde la herencia musical se vuelve manifiesto testimonial. El diálogo entre generaciones se hace palpable en la forma en que las cuerdas se alternan y la melodía se va cediendo, como un legado que no se impone sino se ofrece.
Churqui
El paisaje cobra protagonismo. Cinalli emula sonidos naturales —lluvia, viento— construyendo un telón atmosférico que abraza a las guitarras de Brizuela y José.
Urkupiña (Suite en cinco partes)
Una de las secuencias más densas. Empieza con actividad disonante, casi selvática, que se va serenando hasta llegar a momentos de resolución grave. Félix Saluzzi en saxo y clarinete conjura urgencia y rito, como si la salida del templo fuera tanto un gesto místico como un acto de lucha.
La Fiesta Popular (Suite en cinco fragmentos)
A pesar del título, no hay estridencia. La fiesta es interior, contenida, sostenida por guitarras fluidas, bajos con texturas diversas y un bandoneón que honra. Lo popular aquí no se reduce al ritmo sino al espíritu: es una danza que se piensa.
Tiempos Primeros
Un homenaje estilístico. Retoma formas del folclore tradicional, pero las reconfigura con una sensibilidad contemporánea. Las imágenes de sueño y vigilia se cruzan en sus compases como si la infancia fuera ese momento donde todo es posible.
Pueblo (Suite en tres partes)
Obra de síntesis y cierre.
- Labrador, el solo inicial de José María, tiene una pureza que conmueve sin artificios.
- Salavina, la zamba de Arnedo Gallo, suena nocturna y reverente.
- La Tristecita, de Ariel Ramírez, cierra con una belleza contenida. Cada instrumento brilla por su capacidad de callar justo cuando corresponde, como si respetaran la solemnidad de aquello que se recuerda.
En El Valle de la Infancia, Dino Saluzzi no busca recuperar el tiempo perdido, sino mostrar que nunca se ha ido del todo.
Hay algo profundamente político en esta forma de hacer música: el compromiso con el legado y la belleza de resistir desde la ternura. Porque en el mundo de Saluzzi, recordar no es mirar hacia atrás: es sostener el presente con la fuerza de lo vivido.