Como a todos, nos resulta demasiado complejo poder proyectar la actividad de cara a los tiempos que le seguirán al aislamiento para prevenir la expansión de la pandemia. Ni siquiera nos atrevemos a decir “después del coronavirus” porque no sabemos si este virus maldito que se lleva la vida de tantas personas alrededor del mundo se alejará de nuestras vidas en algún momento. Tal vez nos tengamos que acostumbrar a convivir con él y nuestra vida cotidiana ya no vuelva a ser la misma. O peor aún, quizás ya no sea ni parecida.
Más allá de esas dudas superiores, en el encierro de nuestras casas, nos preguntamos por la vuelta. Proyectamos nuestros horizontes mientras extrañamos los encuentros, los conciertos en vivo, los abrazos y la emoción compartida. Es una sensación de mierda y una incertidumbre que nos mantiene apesadumbrados, incluso cuando nos sabemos medianamente privilegiados y nos resguardamos en nuestras lecturas, nuestros discos y nuestros techos compartidos.
¿Cómo salimos de esta? ¿Cómo hacemos para empezar a reescribir nuestras propias historias cuando apenas si a duras penas podemos imaginarnos la semana que viene a la espera de nuevos anuncios oficiales y nuevas disposiciones que sólo servirán para confirmarnos que el mundo que conocimos ya no volverá a ser el mismo? Hemos tocado un límite y tenemos que reinventarnos. Esa es nuestra única certeza.
En la semana que pasó, la tercera desde que se anunció el aislamiento, músicos, realizadores, agentes de prensa y hacedores culturales manifestaron sus preocupaciones en comunicados públicos que pusieron en la cara de muches una realidad con la que el sector convive día a día: la precariedad de cada una de esas actividades. Aunque sea duro de comprender para el universo más alejado de los espectadores, la pandemia vino a dejar descubiertas una serie de verdades que suelen ser incómodas. Y entre ellas está la que advierte que las y los trabajadores de la cultura, en su gran mayoría, necesitan de una dinámica laboral malabarística para poder sobrevivir en un mundo que, en la inmensa mayoría de los casos, no les devuelve ni una pizca de todo lo que ellos aportan a la hora de hacerlo más habitable.
Así y todo, en tiempos de encierro y con la incertidumbre a cuestas, sostienen sus conexiones en vivo, se las rebuscan para actuar desde sus casas, buscan desarrollar y compartir su obra de la manera en que pueden. Se les valora, es cierto, se les agradece y se les aplaude a una distancia que ellos y ellas no pueden escuchar. El silencio al finalizar cada una de sus canciones es mucho más atronador que la soledad del camarín o la ausencia de certezas que se repiten al encarar cada gira, cada actuación o cada nuevo proyecto.
Esto se terminará en algún momento, las formas serán distintas pero los conciertos van a volver. Con ellos, regresará la actividad para les sonidistas, les iluminadores, les agentes de prensa y los medios, que la surfean como pueden intentando mantener encendida alguna llama de esperanza. ¿Podremos crear las condiciones para cambiar las realidades que la pandemia nos hizo estallar en las manos?
Será en un mes, en dos, o en cinco. La certeza en el horizonte señala que en algún momento la tormenta va a pasar. Lo definirán las personas a las que les toca hacerse cargo de timonear este barco en estos tiempos tan complejos. En ellas están depositadas las expectativas y las esperanzas de millones de argentinos. De ellas también dependerá la manera en que podamos salir de esta.
Cuando volvamos, vamos a necesitar que todos, todas y todes estemos en las mejores condiciones para hacerlo. Esa no tan vieja premisa de “volver mejores” se nos presenta urgente y obligada.
Nos extrañamos y nos necesitamos.
Tenemos que aguantar sólo un poco más.
*La foto de portada está extraída del blog Escencia Cultural