A 25 años de la muerte de Walter Bulacio ¿Qué aprendimos?

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El 19 de abril de 1991 Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota se presentaron en el Estadio de Obras Sanitarias. Eran los tiempos previos a la consagración de la banda como lo que conocimos más tarde: una máquina de convocar multitudes con escasos casos comparables en el continente. En la previa a ese concierto, una razzia policial comandada por personal de la Comisaría 35 detuvo a 73 personas por considerarlas “sospechosas”. Se los llevaron a todos, los cargaron en un colectivo y los metieron en una celda. Todos fueron saliendo. Uno a uno, de modo paulatino. A ninguno se le inició una causa, nadie les dijo por qué habían sido detenidos. Cinco días más tarde, Bulacio murió en el Sanatorio Mitre como producto de las lesiones sufridas una semana antes.

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Quienes crecimos durante la década del 90 tenemos una memoria emotiva marcada a fuego por las muertes jóvenes y las explosiones sociales producidas por la indignación y el reclamo de Justicia. Antes de Walter había sido María Soledad Morales, unos años después, el conscripto Omar Carrasco. Cuántas cosas se dijeron de ellos y desde cuántos sectores se lanzaron y se reprodujeron historias que estigmatizaban a las víctimas y ocultaban la responsabilidad de los victimarios a los que la Justicia apenas pudo alcanzarlos por el empuje de la movilización y la organización social que veía en ellos ejemplos encolerizados de violencias que se acumulaban, ejecutaban y exacerbaban desde las esferas institucionales. El genoma facho de la sociedad argentina (que debe existir en todos los lugares del mundo, pero este es el lugar en el que vivo y donde lo he visto manifestarse de modo preocupante casi cíclicamente) se despierta y suele tener a los jóvenes como blanco predilecto. Individual o colectivamente, los sectores juveniles (sobre todos aquellos de raigambres más populares y marginales) han experimentado a lo largo de la historia nacional una especie de estigmatización que encuentra su única razón en la mera existencia.

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Walter Bulacio tenía 17 años, estaba por terminar el colegio secundario en Aldo Bonzi, el lugar en el que había crecido. Según se desprende de la causa, la policía lo golpeó en forma criminal en el sitio en que lo habían destinado por su condición de menor de edad. No obstante a ello, los oficiales a cargo nunca notificaron a ningún juzgado de menores la presencia de Walter en ese lugar. Sus padres tampoco sabían que su hijo había sido detenido, hasta que fueron avisados por un vecino. Cuando lo fueron a buscar, Bulacio ya no estaba en la 35. “Se sentía mal” les dijeron. Había vomitado en la mañana por lo que había sido trasladado al Hospital Pirovano. Los estudios dijeron “traumatismo de cráneo”. Walter dijo que le habían pegado los policías. El médico realizó la denuncia correspondiente y el joven murió días más tarde en el Sanatorio Mitre.

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A los pibes se los señala primero, se los persigue después, se los detiene y, en el peor de los casos, directamente se los mata. Desde su surgimiento mismo a la esfera pública, ese parece ser el destino que se les tiene preparado. El sociólogo Pablo Vila describe el mecanismo en su trabajo “Rock en Argentina. Crónicas de la resistencia juvenil”, al señalar que en los años previos al golpe del 24 de Marzo de 1976, una nueva figura apareció con la argentina del proceso: “el joven-sospechoso”. “Debido a que la mirada y el discurso han unificado los dos términos, neutralizando la oposición de los mismos. El ser joven «remitía» a ‘lo delictivo’, pero no exclusivamente a lo delictivo determinado de acuerdo a una caracterización legal, sino mezclado con ‘lo conspirativo’, con las ‘cosas raras’: una imprecisa potencia disolutoria.” Con esa excusa, los militares atacaron ese “elemento de alta peligrosidad” de modo criminal. La Universidad, los medios de comunicación, las esferas culturales, la industria discográfica, las redacciones, las editoriales, todos aquellos sectores que podían o tenían la capacidad de influir sobre la juventud, eran adoctrinados para actuar en un sentido que sonaba al unísono del clarinete y las marchas militares. Y así seguimos. Como país y como sociedad. Porque las razzias policiales no terminaron y porque los estados le han sabido entregar a la policía y a las fuerzas de seguridad las herramientas legales para hacerlo. Todo en un tenebroso marco de “consenso social” en el que el mismo estado promueve las formas que luego buscará exterminar con el aval de un conjunto social estratégicamente “educado”.

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Todavía hay quienes le reclaman al Indio Solari por lo que consideran un accionar “descomprometido” con los reclamos de los familiares de Bulacio. Están también los incondicionales, que no reclaman nada ni exigen demasiado a quienes admiran sobre el escenario. Algo similar pasó con los músicos de Callejeros. Aunque las situaciones son claramente distintas, tanto como lo han sido los tiempos y las causas judiciales en torno a los acontecimientos. ¿Cuál debería ser la actitud de los artistas cuando estas cosas suceden en el marco de reuniones masivas por ellos convocados? ¿Por qué ellos deberían generar las respuestas que las autoridades eluden? ¿Por qué razón se les otorgaría la oportunidad de desentenderse del asunto? Cuando las negligencias de públicos y organizadores se conjugaron con la corrupción estructural del gobierno porteño, se prendió fuego Cromagnón. La solución fue cerrar locales a mansalva. Miles de artistas emergentes de todo el país se quedaron sin la posibilidad de tocar en vivo, pero el Pato Fontanet y sus músicos continuaron llenando estadios a pesar de estar procesados y, en algunos casos, también condenados. Siete años habían pasado desde el incendio en el local de Omar Chabán, cuando la misma práctica suicida asesinó a Miguel Ramirez durante un concierto de La Renga en el autódromo platense Roberto Mouras.

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¿Quién controla la seguridad en los espectáculos musicales? ¿Quién garantiza a los organizadores y a los protagonistas de dichos eventos que las fuerzas «del orden» que ellos contratan realizan su trabajo de modo adecuado? ¿Saben los músicos quiénes son los que cuidan a sus públicos? ¿Les interesa a los artistas qué es lo que sucede en medio del desarrollo de su concierto? ¿Alguien alguna vez se preguntó cuántas cosas suceden desde que la peregrinación comienza hasta que el regreso a casa se consuma?

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El caso de los redondos fue distinto. La banda no volvió a tocar en la Capital Federal y las sanciones (solapadas aunque conocidas por todo el mundo) apuntaron directamente al grupo que sufrió “suspensiones” sorpresivas en más de una ocasión. En el año 2009, Rubén Carballo, murió en manos de la Policía cuando intentaba ingresar a un recital de Viejas Locas. Ismael Sosa, tenía 24 años cuando en el año 2015 se fue hasta el Valle de Punilla para ver a La Renga y apareció flotando en el río.

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Veinticinco años después de la muerte de Walter Bulacio y pese a que muchas cosas han cambiado, los aprendizajes parecer ser más dificultosos. Como escribe María Del Carmen Verdú en una nota para la Agencia Telam “Hoy, en el marco del avance del ajuste, el saqueo y la represión impuestos por el gobierno de Mauricio Macri y los gobiernos provinciales, viene cobrando particular importancia el fortalecimiento y ampliación de esas facultades policiales -y de las demás fuerzas de seguridad- para detener personas arbitrariamente. En todo el país, las fuerzas han recibido directivas para interceptar, pedir documentos, requisar y detener personas en cualquier momento y lugar, en una escalada que incluye bendiciones judiciales, como el fallo de principios de enero del Tribunal Superior de la Ciudad, o el posterior de la Corte que habilitó el uso de las picanas portátiles Taser”. La solución también estará lejos si la bandera a defender consiste en “…matar un rati para vengar a Walter…” y si desde los escenarios el compromiso no se sustenta desde una construcción colectiva que derive en prácticas que se alejen de la demagogia del “aguante” para dar lugar a un espacio de cuidado mutuo entre quienes forman parte de una cofradía cuya identidad común se sustenta en las luchas contra la estigmatización que, a veces, terminan de la peor manera.