En Un temblor, Lucas Heredia vuelve al origen para reencontrarse con aquello que sostiene su obra desde hace más de quince años: la memoria como territorio vital y la canción como un modo de habitar el mundo. En esta conversación, el músico cordobés —hoy radicado en Buenos Aires— revisita el pulso íntimo que dio nacimiento a su disco más despojado y, a la vez, más expansivo.
Habla del duelo como materia transformadora, del instante de claridad que a veces se filtra en la voz, y de cómo la interpretación de otros repertorios le enseñó a mirar su propia música desde nuevas aristas. También reflexiona sobre el rol de la canción en un tiempo social marcado por el desencanto y la desconexión afectiva.
Lo que emerge es un diálogo donde la sensibilidad se vuelve brújula: un artista que piensa su oficio como un gesto de supervivencia emocional y un puente hacia los demás, incluso —o sobre todo— cuando todo tiembla.

Otra canción: Tus canciones siempre dialogan con la memoria y la experiencia personal. ¿Cómo sentís que Temblor sintetiza tu recorrido artístico hasta ahora?
Lucas Heredia: Bueno, es muy potente la idea de comenzar hablando de la memoria como un lugar clave en lo que yo creo que significa la canción, la poesía, el hecho artístico. Es, sin duda, una de las maneras que tenemos de ejercer un acto reflejo de supervivencia: la memoria nos conecta con todos los ciclos y con todo lo que existe. Cuando uno se conmueve, logra retomar su lugar o recordar su lugar en el tiempo humano que dialoga con lo esencial.
Y Un temblor, de alguna forma, probablemente es un disco que vuelve a algo que siempre está ahí: esa intimidad desde donde uno crea y cree cada vez que se pone a hacer una canción. El sentido de ese hacer tiene que ver con que, cuando hice ese disco, lo hice sin ninguna otra intención, como toda la música, pero quizá más despojado aún. Tenía la urgencia de estar conmigo mismo en una conmoción personal que necesitaba recordar quién era. En esa ruptura de la vida, en esas cosas que se partían y se iban, necesitaba volver a encontrar casas, ver quién era, por qué hacía lo que hacía, dónde hacer pie, dónde sembrarme nuevamente, dónde estaban las raíces.
Así que, de alguna forma, Un temblor sintetiza todo ese gesto de la memoria del que hablábamos recién. En este caso, una memoria situada en una singularidad del tiempo, para volver al tiempo esencial y reconectarme con razones que siempre estuvieron ahí. Y creo que también sintetiza algo muy importante: volver a ese pulso inicial. Guitarra y voz, sin ediciones, sin nada. Mostrarse desnudo, mostrarse en el inicio. Y el inicio como una certeza de hacia dónde va el futuro.
O.c: Si tuvieras que elegir una canción que represente estos 15 años, ¿cuál sería y por qué?
L.H: Si tuviera que elegir una canción —y explicar por qué— ahora mismo se me hace muy difícil. Creo que elegiría Instante de claridad, quizás porque es el momento en el que está este disco también. Siento que es la canción que mejor sintetiza ese estado de gratitud en el que uno se vuelve un canal: algo de todas las personas pasa a través de vos, se materializa en poesía, y por un instante te sentís parte del todo y, al mismo tiempo, nada. Justamente por eso la canción también es un camino para que eso exista.
En esa letra aparece esa idea: cuando la vida pulsa fuerte en la voz, cuando aparece esa “partícula cósmica” en la voz, ese es el instante de claridad y lucidez que nos conecta con todo el tiempo. Y ahí vuelve a tener sentido hacer lo que uno hace.
O.c: ¿Qué lugar ocupa Córdoba en tu identidad artística, aun estando radicado en Buenos Aires?
L.H: Creo que Córdoba ocupa un lugar clave en muchos aspectos. Primero, porque todavía se conserva una idea fascinada del hacer musical: al no ser la industria un motor tan evidente de las estructuras y de los resortes de las carreras artísticas, uno se nutre de una voluntad muy noble de hacer, probar, intentar y creer que todavía todo está por hacerse. Y eso es fundamental cuando uno va a Buenos Aires, porque al llegar a un lugar donde muchas de esas cosas pueden materializarse y proyectarse, entendés mejor de dónde venís.
Ahora que estoy allá, también comprendo gran parte de esa identidad. Y creo que otra de esas cosas es el tiempo: un tiempo distinto, una marcha más lenta que te permite encontrar tu propia velocidad y esa singularidad del decir, de cómo te atraviesa lo que te rodea. Cuando el lugar no te lleva puesto, todavía podés confiar en lo que sentís y hacer de eso que sentís un mundo. Y tener fe en que eso que hacés le va a servir a alguien, que va a ser parte de alguien también.

O.c: Temblor nació en un momento de duelo muy profundo. ¿Cómo fue transformar esa experiencia en música?
L.H: Sin duda Un temblor fue una experiencia necesaria, imprescindible para mí. Está muy vinculada con esta idea de que lo más profundo —eso que te pasa a vos, solamente a vos, en esa intimidad donde no estás pensando en cómo nombrar el mundo ni en cómo contárselo a otro, sino simplemente en decir “che, me está pasando esto”— puede ser uno de los caminos más directos hacia todo lo que nos rodea y hacia las experiencias de los demás.
Despojarse de la idea de totalidad para ir desde la intimidad hacia afuera también es una forma de sentir que uno reparte parte de esa carga. Y entender que el dolor, como materia de transformación y de refundación, probablemente sea una de las formas más potentes y sinceras que existen, justamente porque nadie quiere eso, nadie lo elige. Poder ponerlo en una canción y hacerse puente desde ahí hacia afuera fue, en Un temblor, muy transformador. También me obligó a preguntarme desde qué lugar decir, desde qué lugar pararme.
Yo lo necesité particularmente: necesitaba una catarsis, necesitaba hacer casa en eso, decirlo, sacarlo para poder hacer pie en algún lado. Y, sin embargo, algo que pensé que era completamente personal terminó siendo el disco más escuchado hacia afuera, el que más gente sintió propio y con el que más personas se conmovieron.
A veces, y esto lo confirmé con este disco, cuando uno va bien hacia adentro encuentra la partícula más genuina con la cual ser parte de todo lo que está afuera.

O.c: Participaste en homenajes al rock nacional junto a la Orquesta Emergente. Además de haber grabado y formado parte de la banda de Fandermole y haber compartido no hace mucho tiempo escenario con Fernando cabrera. Dos referentes de los que alguna vez te escuchamos interpretar. ¿Qué te aporta dialogar con esos repertorios? ¿Dónde crees que se nota esa influencia en tu música?
L.H: Yo, como compositor, siempre tuve cierta dificultad para interpretar mis propias obras. Por eso, cantar canciones de otras personas y ser intérprete dentro del universo creativo de artistas que admiro me permitió despojarme del acto creativo en sí y entrar en otro territorio: el de la interpretación.
Cuando uno compone una canción, sabe exactamente qué está diciendo, de dónde viene eso, cuál es su origen emocional. Pero para que esa canción llegue al otro, para que realmente se abra un puente, la interpretación necesita claridad. Necesita poner en evidencia lo que la canción quiere decir para que el otro pueda entrar, para incluir al otro. Y ese es un acto creativo distinto: interpretar es recrear.
Para eso, mirar obras que no nacieron de uno mismo es fundamental. Ahí no existe ese vínculo íntimo con el origen de la canción, y justamente por eso se aprende a mirarla desde otro lugar. Aprender a cantar mis propias canciones me enseñó que cada persona tiene una ingeniería particular para hacer música, y que descubrir la propia ingeniería es una forma de aportar algo único.
Y también entendí que nunca aprendí tanto haciendo mis canciones como sacando canciones de otras personas y cantándolas. Creo que esa es una de las claves más importantes para aprender a hacer música: meterse en la música de los demás, ver cómo miran el mundo, y desde ahí tensionar y afinar la propia mirada.
Por eso, para mí siempre fue clave la música de otras personas: escucharla, estudiarla, cantarla y, cuando se puede, ser parte de la cocina de esas obras. Ahí es donde uno realmente crece.
O.c: ¿Creés que la canción puede ser un espacio de resistencia frente al desencanto social que vive gran parte de la sociedad hoy?
L.H: Creo que la canción puede ser algo más que una forma de resistencia frente al desencanto social, porque hoy estamos hablando de algo mucho más profundo. La crisis que estamos transitando tiene que ver con valores esenciales que están haciendo temblar las estructuras más íntimas del tejido social, más allá de las coyunturas políticas, que son apenas la superficie efervescente de algo mucho más complejo que sucede por debajo.
En ese contexto, una canción que simplemente ponga en juego la capacidad de sentir de una persona —en un tiempo donde la experiencia está tan interpelada, interferida y moldeada por pantallas, por construcciones de sentido común diseñadas para vender y metidas casi en el bolsillo de cada quien— ya es, en sí misma, un acto casi revolucionario. Una canción que apueste sinceramente a vincular al otro con un hecho único, propio, verdadero, auténtico, es una manera de construir un tiempo más largo.
No sé si hoy, respondiendo de manera directa con canciones que hablen explícitamente de lo que pasa, se puede generar una transformación tan profunda como la que produce una obra genuina, auténtica y hecha desde un sentimiento verdadero. Esa es, hoy, la forma en la que más creo que se puede transformar. Lo cual no significa que no haya lugar para decir, responder, militar. Pero me parece que hay dos tiempos, y la canción puede habitar todos esos tiempos.
Hoy siento que la trinchera más profunda es rescatar la humanidad de un exilio del sentir. La gente desconfía de lo que siente. A veces tiene vértigo de sentir y de ser parte de algo. Y creo que si alguien va a un concierto, ya ese simple hecho le permite salir a la calle con el corazón en movimiento, mirando el mundo con una sensibilidad distinta, capaz de tomar decisiones que lo separen un poco de esta locura distópica en la que estamos viviendo.
O.c: Un temblor fue grabado en una sola jornada, sin segundas tomas ni retoques. ¿Qué buscabas transmitir con esa decisión estética tan radical?
L.H: Mirá, la verdad es que, respecto a la estética del disco y a la decisión de grabarlo así, siento que hoy hay tanta capacidad de edición, tantas herramientas para maquillar, que uno se olvida de cuidar ese tesoro maravilloso que es la vida sonando a través de un cable, un micrófono registrando una fotografía. Estamos tan preocupados por borrar la imperfección que no nos damos cuenta de que justamente ahí, en la imperfección, está el gesto más genuino, el lugar donde aparece la naturalidad. Un bosque no crece ordenadamente, y lo majestuoso que tiene es precisamente esa manera en que la vida se diseña y se mira a sí misma, mucho más grande de lo que podemos entender.
Cantar el disco así fue, en parte, desafiar eso: desafiar el maquillaje para que el temblor se escuche, para que el tiemble se escuche, para sacudir un poco tanto condimento, tanto dulzor, tanta vidriera, tanto deseo de pertenecer o de ser condescendiente. Lo busqué así: que se escuchen los ruidos, los errores, las respiraciones, la voz quebrada porque yo estaba quebrado. Esa era la foto.
Y me parece que también es desafiar la idea de que aquello que te define debe ser ocultado porque “ensucia”, porque es un detalle. Yo creo que en la imperfección está lo más perfecto de la belleza
O.c: ¿Cómo dialoga el concepto de “temblor” con tu propia experiencia personal y emocional en el momento de componer?
L.H: Hay una poesía de Pablo Carriza, que dice, nombra tu tiemble, abre la nudísima piedra. Necesitamos tu voz para hacer un nuevo día, lo necesitamos a banderas. Un temblor es eso, es recordar porque compongo. Un temblor es ese ese movimiento inesperado, ese movimiento que se escapa de de lo normal, ese misterio que aparece en el gesto. Y creo que eso es componer. Cuando uno está y, de golpe, aparece algo, una obstinación que busca materializarse en el sonido como una de las sustancias más tangibles del alma. Entonces, para mí, eso, cuando ese viento mueve las aurículas, hay algo para decir. Cuando uno se conmueve, tiene el mundo haciendo vibrar el cuerpo y la memoria de por qué estamos acá. Creo que, de alguna forma, de eso se trata. Y un temblor habla de eso. De alguna forma, es a donde nacen todas las canciones.
O.c: “Vidala de árbol” recupera una raíz folklórica. ¿Cómo trabajás el cruce entre tradición y contemporaneidad en tu música? Cruce que creo que con los años se siente más fuerte en tu obra. “Telar” habla de tejido y comunidad. ¿Qué importancia tiene lo colectivo en tu obra?
L.H: Respecto a lo folclórico, siempre está en mí. Yo no soy una persona muy ordenada, ni para componer ni para pensar los estilos. Cuando algo me nace desde ese lugar, lo hago como me sale. Y no es una falta de respeto: confío en que, por el amor que le pongo a esa música que dialoga con nuestra identidad folclórica, le estoy aportando algo desde el cariño y la dedicación. Eso por un lado.
Y respecto a lo colectivo —que en realidad tiene que ver con mi hijo, porque esa canción habla de él y de cómo venía el mundo—, creo profundamente que lo colectivo existe. Nadie se salva solo; la idea de la individualidad absoluta es absurda. Cada vez que alguien nace, la vida vuelve a nacer. Cuidar la vida es, probablemente, una de las razones más profundas que debería ordenar el pulso colectivo para saber hacia dónde vamos.
Y cuando digo “cuidar la vida” me refiero a pensar qué mundo les dejamos a los que vienen, cuál es el lugar común que imaginamos para preservar la existencia desde un pensamiento que vaya con todos, desde todos y hacia todos: para quienes llegan, para nuestra tierra, nuestros ríos, nuestras montañas, nuestros recursos.
No hay manera de pensarse como una unidad individual, como propone el capitalismo, porque eso no existe; nada de eso es real. Siempre es colectivo, siempre es en pos de cuidarnos entre todos para darle sentido a la propia vida. Cuidar la vida le da sentido a la vida propia. Uno es con el otro; si no, todo se vuelve una ilusión que, de algún modo, termina matando.
Oc: El cierre con “Un jardín” sugiere renacimiento. ¿Sentís que el disco es también un gesto de esperanza?
L.H: respecto a Un jardín y esa cuestión de la esperanza… siempre está la esperanza. Siempre. La vida siempre se abre paso, y la canción, para mí, es justamente un acto de memoria que recuerda que la esperanza sigue ahí. Te pueden decir que todo se acaba, pero vos igual vas a ordenar tu casa, vas a regar las plantas, porque eso es parte de lo normal, de la normalidad más pura de la vida: la idea de que todo puede ser todavía, incluso en medio de la locura.
La canción también dice eso: que a veces es momento de hibernar ciertos impulsos, de aceptar que las cosas no van como pensábamos, y entonces recrearse, renacer, rehacerse, reordenarse, resignificar. Y entender que no nos queda otra que la esperanza. No nos queda otra. Si no, ¿qué hacemos? ¿Sucumbir a qué? ¿Para qué? ¿Qué sentido le queda a la fuerza que uno tiene?
Yo, hasta que me entierren —y no sé qué hay del otro lado—, pero mientras tanto voy a creer que todo se puede hacer. Vengo de un barrio donde todo se cayó a pedazos, y acá estoy: cantando, haciendo música, recorriendo el mundo. Si alguien me hubiese dicho que creyera solo en lo que estaba viendo, y no en lo que era capaz de hacer, si no hubiera creído en lo que no se ve, nada de esto hubiese sido posible.
La esperanza es eso: creer para poder crear el tiempo que viene.