Agosto de 2025: se cumplen 25 años del lanzamiento de “Hijos del Culo”, el quinto disco de Bersuit Vergarabat. Editado en el año 2000, en un momento clave de la Argentina, cuando el país tambaleaba hacia la crisis del 2001 y la bronca popular acumulada empezaba a desbordar por todos los costados. Aquella obra llegó como un cachetazo poético y visceral, una pieza que no pedía permiso para meterse de lleno en la mugre, el hastío y la alienación social. Y al hacerlo, terminó por convertirse en uno de los discos más representativos de la banda, pero también en un documento emocional y político de toda una época.
Lo que hizo Bersuit con Hijos del Culo fue afilar su propuesta y expandir su lenguaje. Venían de discos que ya mostraban una mezcla potente de rock, cumbia, murga y chacarera, pero acá todo eso se condensó en una narrativa más oscura, más contundente. Las letras estaban llenas de ironía y dolor, combinando personajes grotescos con estampas de la vida cotidiana que se sentían demasiado reales. Desde la violencia institucional hasta la desconexión afectiva, desde la mirada sucia del poder hasta el deseo de redención popular, el disco se metía con todo. Temas como “La bolsa” y “Veneno de humanidad” eran como gritos en medio del incendio, mientras “Toco y me voy” mostraba un costado más celebratorio, un gesto medio ritualesco de fuga simbólica.
La tapa del disco se volvió icónica: una nena con ojos móviles, desorbitados, que inquietaba y fascinaba al mismo tiempo. Esa imagen condensaba algo de la sensibilidad del disco: la infancia atravesada por el espanto, la ternura contaminada por el entorno, la mirada que ya no puede permanecer ingenua.
El contexto del 2000 era explosivo. El modelo neoliberal empezaba a crujir, el desempleo y la pobreza crecían, y la política tradicional mostraba signos de agotamiento profundo. En ese caldo, la música —y sobre todo la música popular urbana— jugaba un papel fundamental: no solo como escape, sino como forma de elaboración y denuncia. Bersuit entendió eso y lo llevó al extremo, combinando una lírica afilada con arreglos musicales que no esquivaban la fiesta, aunque fuese una fiesta triste. La producción de Gustavo Santaolalla le dio al disco un vuelo preciso, manteniendo la crudeza pero potenciando su circulación.
Hoy, 25 años después, “Hijos del Culo” no solo sigue vigente: vuelve a escena con una fuerza inesperada. En un contexto político y social donde la fragmentación, el ajuste y el discurso de odio vuelven a ocupar el centro, las canciones del disco parecen escritas para este presente. No es casual que Bersuit haya preparado una gira homenaje y una reedición con la misma protagonista de la tapa —Agus, ahora con 30 años— como figura central. La mirada de esa niña, ahora adulta, vuelve a interpelar desde otro lugar: el de la memoria que no se anestesia, el de la lucidez que aprendió a resistir.
En Córdoba, la cita será el 17 de Octubre en Club Paraguay, como parte de esa gira que recupera el pulso testimonial del disco. Y en Buenos Aires, se celebrará el 23 de Agosto en el Estadio Ferro, con una puesta especialmente pensada para recuperar el cuerpo, la fiesta y la lucidez incómoda que atraviesan el disco.
Lo que conmueve de “Hijos del Culo” es que, aún desde su título, se planta en lo incómodo, en lo marginal, en lo que no se nombra. Y al hacerlo, logra transformarlo en arte, en testimonio, en música capaz de hacer pensar y bailar a la vez. En estos tiempos donde el lenguaje vuelve a ser campo de batalla, y donde el cinismo amenaza con aplastar todo, que vuelva este disco es casi un acto político. Como si dijera: no todo está perdido, todavía hay canciones que nombran lo innombrable.
Las canciones:
El arranque con El gordo motoneta es casi cinematográfico: un personaje marginal, caricaturesco, que se mueve entre la ternura y la violencia. La canción funciona como una postal urbana, con ritmo acelerado y una lírica que no juzga, pero tampoco idealiza. Le sigue La del toro, que parece una fábula oscura sobre el poder y la animalidad, con una atmósfera densa y una instrumentación que acompaña ese descenso.
“El viejo de arriba” es una de las más inquietantes: un relato íntimo que se vuelve colectivo, donde la figura del abuso se mezcla con la crítica a las jerarquías invisibles. La voz de Cordera se quiebra en momentos clave, y eso le da una carga emocional. “Canción de Juan” es otro punto alto: una historia de exclusión donde el personaje de Juan se vuelve símbolo de todos los que quedan afuera del sistema.
Desconexión sideral y La vida boba trabajan sobre la alienación contemporánea. Hay una crítica al consumo, a la rutina, al vacío existencial. Pero lo hacen desde el humor ácido, desde la exageración. Toco y me voy, dedicada a Bochini, funciona como un respiro: es celebración, es fuga, es homenaje. Pero también tiene algo de nostalgia, como si insinuara que el juego ya no es lo que era.
Negra murguera y La bolsa son dos himnos. La primera es una oda a la murga como resistencia, con coros uruguayos que le dan cuerpo y raíz. La segunda es una crítica feroz al sistema financiero, con una base rítmica que parece una marcha. “Veneno de humanidad” cierra el disco con una lírica que estremece: habla de lo tóxico que se vuelve el vínculo humano cuando se pierde la empatía, cuando el poder corrompe todo.
Y en el medio están Caroncha, La petisita culona, Grasún, Porteño de ley, Es importante… todas con personajes que parecen salidos de una novela o una película. Hay humor, hay dolor, hay ternura.