En 2005, cuando la Argentina aún se sacudía el polvo del derrumbe institucional y emocional del 2001, Gabo Ferro reapareció con un gesto que fue mucho más que musical: fue político, filosófico y profundamente humano. Canciones que un hombre no debería cantar no es sólo un disco —es una declaración de vulnerabilidad en un contexto que exigía dureza, una apuesta por la ternura en medio del cinismo, una forma de decir “yo también tiemblo” cuando todo parecía exigir firmeza.
El título, tomado de una frase que Édith Piaf pronunció al escuchar a Jacques Brel suplicar en “Ne me quitte pas”, ya plantea el dilema: ¿qué se espera que cante un hombre? ¿Qué emociones le están permitidas? Ferro, que venía del hardcore con Porco, se despoja de toda coraza y se entrega a una poética del desarme. En un país que se reconstruía a fuerza de marchas, ollas populares y asambleas, él propone otra forma de resistencia: la del cuerpo que se quiebra, la del artista que no teme decir “no sé”, la del hombre que se permite llorar sin pedir disculpas.
Grabado en una sola jornada en Estudios ION, con Ariel Minimal, Leopoldo Limeres y Rogelio Jara como cómplices sonoros, el disco tiene una crudeza que no es precariedad, sino decisión estética. Las canciones —“Sobre madera rosa”, “Palabras malas”, “El jardín más bello”— no buscan agradar ni consolar. Son pequeñas piezas de un pensamiento afectivo, donde la guitarra y la voz se vuelven herramientas emocionales. No hay artificios: hay palabra, hay historia, hay deseo de transformar.
Ferro canta desde el margen, pero no como víctima: como testigo lúcido de una masculinidad que necesita repensarse. En tiempos donde el rock aún celebraba la virilidad como potencia, él elige la introspección, el temblor, la contradicción. Y en ese gesto, abre una puerta para que otros cuerpos —femeninos, disidentes, quebrados— puedan también cantar lo que “no deberían”. El disco se vuelve entonces un espacio de reconfiguración simbólica, donde lo íntimo es político y lo frágil es fuerza.
En el clima cultural post-Cromañón, donde las guitarras acústicas y los auditorios pequeños se volvieron refugio. Cada canción es un ritual de reparación, una forma de volver a habitar el cuerpo y la palabra. La producción independiente, el diseño artesanal, la ausencia de artificios refuerzan esa ética del gesto mínimo que, sin embargo, lo dice todo.
Canciones que un hombre no debería cantar no sólo inaugura la etapa solista de Gabo Ferro: inaugura una forma de estar en el mundo. Una forma que no se impone, sino que se ofrece. Que no grita, pero tampoco calla. Y en ese gesto, el disco se vuelve colectivo.

Sobre madera rosa
El primer ejercicio compositivo tras siete años de silencio. Ferro trabaja sobre el espacio íntimo —una habitación, una cama, un cuerpo— como escenario de lo emocional.
Palabras malas
¿Qué palabras no deberían decirse? ¿Qué lenguaje se nos niega por mandato? Esta canción interroga el poder de la palabra como herramienta de exclusión y de redención. Ferro canta desde el margen, pero no como víctima: como quien decide nombrar lo innombrable.
Felicidad vitamina
Crítica sutil al mandato de la alegría. La felicidad como suplemento, como obligación, como producto. El tono es irónico, pero también melancólico. ¿Qué pasa cuando no queremos estar bien? ¿Qué lugar tiene el dolor en una cultura que lo censura?
El amigo de mi padre
Una de las más conmovedoras. Ferro canta la historia de un padre homosexual desde la ternura y la incomodidad. La canción desarma mandatos familiares y propone una mirada amorosa sobre lo que la sociedad suele ocultar. Es una canción que abraza sin juzgar.
De palabra
La promesa como acto político. Ferro reflexiona sobre el valor de la palabra dada, sobre el compromiso afectivo y ético que implica decir “sí” o “no”. En tiempos de discursos vacíos, esta canción recupera la palabra como vínculo.
El amor no se hace
Una de las más filosóficas. El amor no como acto, sino como estado. No se produce, no se fabrica, no se simula. Ferro desmonta la lógica del amor como mercancía y propone una mirada más orgánica, más humana, más libre.
Tu cama queda ahora a un tren y a un colectivo de mi cama
El amor en tiempos de distancia. La geografía emocional se vuelve literal: trenes, colectivos, camas separadas. La canción habla de la imposibilidad, del deseo que no alcanza, de la logística del afecto. Es una postal urbana y sensible.
Calvas margaritas
La belleza que se cae, que se desarma. Las margaritas sin pétalos son metáfora del amor que se agota. Ferro canta desde la pérdida, pero sin dramatismo: con aceptación y poesía.
Tapado de piel
Crítica al lujo, al artificio, a la máscara. El tapado de piel como símbolo de lo que cubre, de lo que oculta. La canción propone despojarse, mostrarse, dejar de esconderse detrás de lo que brilla.
El jardín más bello
La más extensa y quizás la más lírica. El jardín como espacio de memoria, de deseo, de reconstrucción. Ferro canta a lo que fue, a lo que pudo ser, a lo que aún florece. Es una canción que respira, que se abre, que invita a quedarse.
Retiro terminal
El viaje como metáfora del final. Retiro como estación, como despedida, como punto de fuga. La canción habla de los ciclos, de los regresos, de los adioses que no duelen porque fueron necesarios.
como tus zapatos
Cierre perfecto. Ferro se pone en los zapatos del otro, literal y simbólicamente. Es una canción sobre la empatía, sobre el deseo de comprender, sobre el amor que se construye desde el cuidado. No hay épica, hay ternura.
Canciones que un hombre no debería cantar es una obra que no busca gustar, sino conmover. Cada tema es una forma de decir lo que no se espera que se diga, de cantar lo que no se espera que se cante. Y en ese gesto, Gabo Ferro no sólo inaugura su etapa solista: inaugura una forma de estar en el mundo.